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El largo camino de la fusión peruana

(A propósito de la muerte de Matos Mar)

Publicado: 2015-08-11

Ha muerto José Matos Mar, y como es habitual en estos tiempos seductores y competitivos, se ha recordado al intelectual con apasionamiento, se le ha celebrado con poesía periodística y se ha dicho que era un imprescindible. Lo era, pero yo prefiero escuchar al peruanista proactivo que también fue. Y si la vida eterna existe, Matos Mar ha de querer que hablemos siempre del Perú, y que soñemos con la hermosa utopía cuyo boceto él dibujó antes que nadie: la armoniosa fusión peruana, que obviamente sólo pudo ser descubierta por un migrante que tuvo el inusual privilegio de recibir una buena educación formal. 

Vayamos al pasado: la historia natural del cosmos es una compleja mutación de unidades y grupos que se adaptan a entornos, y en esa trayectoria, los individuos y sus patrones culturales se mezclan y excluyen según las conveniencias, los consensos y las fuerzas mayoritarias. Y en esa narrativa universal, al Perú le tocó una parte muy difícil, acaso infame. La de una sociedad generadora de un orden cultural fértil y naturalista, que de pronto fue masacrada, avasallada y humillada por otra que traía mayor inteligencia militar (y muy poco más si lo vemos con filosofía y modestia).

Y tal fue el descalabro cultural, que cuando el Perú se independizó, casi nada quedó de nuestras fuentes originales: costumbres cotidianas felizmente resistentes, sincretismo religioso con iconografía básicamente católica, temor al foráneo, inseguridad de algunos y vergüenza de otros. Cecilia Méndez, esa gran historiadora que no piensa en civilismos de vocación europea sino en sabidurías humanas, ha contado hace poco que hubo muchas declaratorias de independencia en el territorio nacional, pero que sólo se escribió la de San Martín. Lo criollo, entendido como peruano-español, ahogó lo poco que quedaba de lo andino. Aclaro: lo poco que quedaba en la superficie, porque en las entrañas de la sierra el Perú ay, siguió sufriendo, y latiendo.

Derivaciones espontáneas de todo ello hubo muchas, y algunas terribles y muy tristes. Una de las últimas grandes consecuencias de este proceso fue una incontenible migración a las ciudades (sobre todo a Lima) desde mediados del siglo XX. Los conglomerados urbanos crecientes y su atractivo material son frecuentes, y han sido ampliamente estudiados por la economía regional y la historia, pero en el caso peruano se trató de un proceso muy especial: que fue desbordante porque el Estado no estaba preparado para tanta demanda repentina, injusto porque hubo desprecio y abuso en el camino, y reivindicativo porque hoy se habla de una nueva peruanidad. Es un sincretismo que sigue mutando y que, ciertamente, ya no se deja representar por señorones que le roban a la patria, o que reniegan de ella frente al mundo cuando no se hace su voluntad.

Y vaya que han pasado muchas cosas dramáticas desde que Matos Mar dijo aquí está el porvenir del Perú. Porque las consecuencias de la aniquilación de hace 500 años siguen vivas, inevitablemente, en la reciente y terrible violencia que fue Sendero Luminoso, en nuestra falta de norte político, en nuestra precariedad democrática, en ese deseo de redención que a veces parece declinar pero que luego vuelve cuando aparecen los problemas de siempre, la fragmentación y la insuficiencia. Todo ello no es más que consecuencia de una fusión inconclusa, que ha dejado muertos y heridos en el camino, y que no puede lograr estabilizarse en un punto en el que todos los peruanos seamos igualmente hijos de la nación, en el que todos podamos acceder por derecho propio a la justicia, la salud y el buen vivir.

¿Qué debemos hacer para completar el largo camino de la fusión peruana? Los políticos y líderes de opinión debemos entender que no hay verdades ni recetas económicas, y por eso no debemos invertir tiempo en peleas fratricidas fanáticas, que no nos llevan a ninguna parte. Lo único que debemos defender sin discusión alguna son los derechos humanos y la igualdad política, porque ésa es la esencia de la democracia, y lo único que nos va a permitir crecer en tolerancia, flexibilidad e inventiva. A partir de esas virtudes, que deben estar acompañadas de un grado indispensable de unidad y solidaridad, debemos combatir fieramente la corrupción y la inseguridad, que son los dos nuevos enemigos del Estado peruano. Los hombres y mujeres de este país que cuentan con tribuna y grupos que los escuchan, deben desideologizarse e intentar la búsqueda neutral de soluciones a problemas concretos. Y deben recorrer el país, porque es la única manera de asegurar que sus propuestas son factibles y aceptables para todos.

Debemos asimismo dejar de pensar obsesivamente en realidades y modelos ajenos: el Perú tiene su propio destino, y seguramente es una mezcla de mercado y Estado que iremos descubriendo. Cada región encontrará su equilibrio en el proyecto descentralizador que debe continuar, que no debe detenerse porque es la mejor plataforma institucional de nuestra fusión progresista, el único diseño de gobierno que nos permite ser únicos y diversos al mismo tiempo. No tenemos por qué compararnos todo el tiempo con el mundo, ni tenemos que andar mirando indicadores de desarrollo construidos por otros: debemos ser una orgullosa comunidad que busca calidad de vida para todos y está contenta con lo que le ha tocado tener. Tenemos una naturaleza privilegiada que será envidiada por muchos dentro de algunas décadas, que nos puede proveer de salud y alimentación mucho más de lo que se piensa: debemos acogernos a ella, así como debemos integrar a todo el país, construyendo la infraestructura indispensable que termine de incorporar a todo pueblo, comunidad o villorrio a la nación peruana.

¿Queremos tecnología? Sí, y la tendremos inevitablemente porque hacia ello camina el mundo. ¿Queremos educación? Por supuesto, pero no una de genios obsesivos que luego no tienen vida y por eso no contribuyen a la felicidad del resto. Queremos muchas cosas innecesarias porque la globalización y el esnobismo de siempre nos hacen pensar que cierto consumo es indispensable. No lo es, salvo que nos dejemos llevar por el ego, salvo que nuestros pendientes emocionales nos demanden estar por encima del resto. Yo estoy seguro de que si se hiciera una encuesta nacional sobre las necesidades materiales de la felicidad, y las preguntas fueran penetrantes, la mayoría pediría sólo algunas cosas básicas: alimentación producto del trabajo, salud, vejez digna y serena, estabilidad futura para los hijos.

Un camino, efectivamente, es buscar el crecimiento durante décadas para que en algún momento todos tengan consumo, si es que antes no morimos de estrés y polución. Otro camino, más sensato a mi ver, es avanzar de a pocos, al ritmo de nuestras capacidades productivas y con inteligencia colectiva. E intentando introducir valores y virtud social a un modelo productivo que parece ya bastante interiorizado por el 75% del Perú que hoy es urbano. ¿Cuál es esa virtud social? La de un Estado que administra las jubilaciones con justicia y vocación igualitaria, la de un gobierno que no atropella a las comunidades para asegurar inversiones, la de un país que es capaz de tomar acuerdos para revertir la inseguridad creciente. La de una nación que se reconcilia y perdona entre quienes tienen verdadera vocación de sacrificio, y que entiende que si nos hemos equivocado, es hora de mirar las cosas en perspectiva, perdonarnos y avanzar.

Me parece que en algo de esto pensaba Matos Mar antes de partir, y sería bueno que nosotros, más allá de los likes y reseñas periodísticas que su muerte ha congregado, hagamos el esfuerzo de reflexionar sobre cómo hacemos esta utopía posible, aquella que junte a la hermandad de nuestros ancestros andinos y su amor a la madre tierra con el inevitable individualismo creativo en el que ya estamos inmersos desde hace buen tiempo. Aquella que sin la bulla ensordecedora de la competitividad nos permita verter todo nuestro genio innovador y nuestra pasión por el país. El Perú como doctrina dijo alguna vez Fernando Belaunde, pienso debemos volver a dicha búsqueda 60 años después.


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Camino al andar

Reflexiones sobre gobierno y coyuntura política